domingo, 30 de marzo de 2008

4.000 Islas, Laos.

4.000 Islas, Laos, 28 de febrero de 2008.

Ayer nos cambiamos a la zona del atardecer de la isla, el descansillo abalconado de nuestras cabañitas adosadas encara el horizonte. Tras unos juncos y la vegetación habitual de las riveras de un rio, se extiende un manto de agua tranquila y numerosos islotes verdes se pierden en la lejania de la mirada. La arena de playa de rio y el agua dulce personalizan estas islas, que sin olor a salitre ni horizontes planos, alcanza una sensación costera indescriptible.

Creo que en lo que llevamos de viaje hemos depurado bastante nuestro estilo de vida viajera, intentamos evadir hoteles oficiales, como los que suelen construirse en las estaciones de autobús, siguiendo su misma linea de cemento gris, con viejos ventiladores roñosos, y fluorescentes que parpadean al subir las escaleras.

También intentamos evitar los que dan comisión a los taxistas por llevarte y te asaltan con tours y actividades que contratar cada mañana.

Así que el estilo de "guest house" por el que ahora nos decantamos es por el de las empresas familiares, con el equipo al completo viviendo del negocio. Normalmente en la recepción esta la cocina, la vivienda, el restaurante al aire libre y los animales alrededor comiendo y engordando, recibiendo todo el amor para luego ser servidos en deliciosos menús.

Desde el centro neurálgico se extienden las cabañas, y en la vejez y deterioro de las mismas, se visualiza el desarrollo urbanístico de la "guest house", intuyendo cuales fueron las primeras y hacia donde ha crecido el negocio.

En la familia están todos, de la abuela a los nietos, y se concentran a ver la tele, del atardecer a las diez, que es cuando los generadores se encienden y se aprovechan las pocas horas de electricidad en la isla.

Así que aquí estoy, mirándoles y compartiendo enchufe para cargar el ordenador, y a su vez, bebiendo batidos de coco natural con hielo y menta triturada.

El humos de la marihuana sube entre las juntas de los tablones de madera del suelo, debajo esta el muelle de la casa, donde llega el correo, donde se bañan los niños, y donde amarra el tío pescador, llegado de la oscuridad de grillos de alta mar fluvial, carente de faros ni luces de navegación. Agarra el grueso porro con los pocos dientes que le quedan y saluda sonriente a los niños, a los clientes, y al que mire; parece un hombre entrañable.

Estas islas son de cuento, de plató de televisión, muchas de ellas pequeñas y otras más o menos grandes, pero 4000 es la cantidad. El rió ejerce de mar en todos los sentidos, las playas son numerosas y la vegetación es rica de las riveras al interior.

De la cama al agua hay dos metros, y hasta la isla de enfrente, sin civilización y con playas de arena fina y juncos verdes, unos 300 metros, así que por la mañana, a modo de ducha y para abrir el apetito a un desayuno tropical, nos cruzamos a la playa de enfrente, tomamos un ratito el sol y nos volvemos.

Los barcos son largos y delgados, hechos de madera, agrietada con el tiempo, obligando al achique cada pocos segundos. Ayer alquilamos uno de ellos, supongo que para curarse en salud, la salud de su barco, nos dieron el menos valioso y más deteriorado; sin motor, por supuesto, y con más grietas que las casas del casco antiguo de Toledo.

Estas barquitas suelen ser para dos pescadores, la red y los peces, pero en este caso, íbamos Mara, Dario, el mítico Boludo, del que ya hablaremos en su momento, Xavi y yo. La descoordinación era absoluta y la embarcación se balanceaba violentamente, había una mezcla de picardía, riesgo y responsabilidad que ayudaba al balanceo.

Como es normal todos queríamos remar y todos tomábamos iniciativa propia, cuando veíamos que nos desviábamos hacia un lado, todos remábamos hacia el otro, ejerciendo demasiado peso sobre un solo lado y creando el caos una y otra vez.

Resultaba imposible coordinarnos y aun más difícil llegar al destino abstracto que marcábamos. Combinábamos una serie de fatales factores: estábamos cansados, sin práctica alguna ni consejo anterior en tan delicada embarcación, con gran ansia de protagonismo en la novedosa actividad, y lo peor, sin consenso alguno en cuanto a nuestro punto de destino.

Mientras el agua se colaba en las grietas, y la corriente antes imperceptible nos arrastraba rió abajo, los observadores desde la costa se reían, y el alemán que nos había alquilado la barca no nos quitaba ojo de encima.

El alemán es un extraño huésped de esta "guest house", es el camello, el enlace con lo excéntrico de Europa y el cliente más habitual.

Será un hombre de unos cuarenta largos tirando a poco, con espaldas anchas y los hombros bajos, con poco pelo pero largo, canosos y liso, y los ojos muy azules; la piel de la cara la tiene extraña y su mirada se arrastra. Los ojos los tiene siempre bien abiertos y su acento alemán le acompaña mientras murmura en sus partidas de cartas al solitario.

Lo más curioso en este hombre son sus pechos neumáticos y sus pezones redondos y prominentes, anda tieso y encogido a la vez y sonríe a las miradas agenas. Al parecer lleva cerca de diez años en la isla y ayuda a esta familia con el negocio.

Hoy iré a hablar con él y que nos aconseje desde la voz de la experiencia, que diez años por aquí es ser ya todo un veterano; cómo llegar de la manera más económica hasta la capital de Cambodia, o en su defecto a los templos de Ankor... así que hasta entonces.

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