Como exiliados marchamos de unas tierras que habíamos hecho nuestras, las islas y su gente en pocos días nos habían cautivado y salir de allí se hizo difícil.
Los últimos días los aprovechamos al máximo, alquilamos bicicletas y no dejamos un palmo de tierra sin visitar, aprendimos a saltarnos los controles donde te cobraban por cruzar de un lado al otro de la isla, y encontramos las villas perdidas custodiadas por campesinos, que en vez de rastrillo llevaban AK-47, jugamos hasta el atardecer con los niños al fútbol, y volvíamos de noche, arriesgando en la oscuridad, y no había un día que no devolviésemos la bici con algún tipo de avería.
En definitiva, volvíamos como si fuera la última hora de nuestras vidas (positivamente, con ganas de vivir...); y finalmente marchamos melancólicos al tránsito de autobuses y viajeros, cruces fronterizos, baches, polvo, sudar y dormir despierto con tortículis crónica de la jornada de autobús.
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